La mayoría de los marinos hemos vivido confinamientos más duros que el que ahora vivimos en España. Largos viajes en el reducido espacio habitable de un buque aislado en el océano. Días y días de sol y moscas que hemos aprovechado para leer y aprender.

La mayoría de los marinos hemos soportado la zozobra de un temporal que amenazaba con echarnos a pique. Escoras que barrían el camarote, pantocazos como pequeños seísmos durante los cuales el buque se estremecía. Largos días oscuros.

Así hemos aprendido a respetar la mar y temer al viento que la causa. Y sabemos que las personas revelan su condición en esos momentos difíciles, dramáticos, en los que nos estamos jugando el futuro. Nadie tiene que enseñarnos, por tanto, el valor de la autoridad basada en el conocimiento, la profesionalidad y el temple. Nadie conoce mejor que nosotros los estragos que provocan los cobardes y los insolidarios que se esconden de su deber. Y nadie más capacitado que nosotros para distinguir a quienes saben, ordenan y aplican la mejor opción para evitar el naufragio y salvar la nave con los menores daños.

Por eso no estamos alarmados por el virus ni angustiados por el encierro. Por eso estamos acongojados por el gobierno de la nave, inquietos ante la palabrería de quienes no saben qué hacer. Esos presidentes, ministros y ministras, consejeros y consejeras que exhiben sus galones, pero hablan y actúan como si fueran mozos de cubierta. Los que en su vida no han hecho otra cosa que vivir del cuento comprado con veinte euros de marxismo. Esos irresponsables de aquí y de allá que con el buque en peligro siguen discutiendo sobre la desaparición de un queso el mes pasado. Esos oficiales (funcionarios), agazapados como siempre en la indiferencia del que sólo espera órdenes, pero no duda en evitar que actúen los demás. Eso es lo que nos preocupa.

Con buen tiempo y la mar en calma, todos, o casi todos, somos buenos navegantes. Las manías se toleran sin esfuerzo. La nave va, los marineros pican y pintan las cubiertas, los marmitones y cocineros preparan la pitanza, los oficiales atienden sus guardias mientras en la máquina todo funciona como un reloj. El país progresa. Pero cuando nos alcanza la tempestad, la escora aumenta en cada bandazo y las olas rompientes barren las cubiertas, aparece el miedo egoísta que algunos escondían, los oficiales presentan su saber, el jefe demuestra lo que es y el capitán desvela su auténtico valor. Si no hubiera temporales, todos serían marineros.

Lo mismo pasa con los políticos. Aguantamos su vacuidad en época de bonanza. Callamos ante sus disparates y nos reímos de su simpleza. Pero ahora, con la crisis, los vemos desnortados, mentirosos, incapaces. Recitan obviedades infantiles mientras tiemblan ante la realidad. No saben y se han rodeado de ignorantes para ocultar su mal saber. Hay excepciones, claro, muchas afortunadamente en el sector marítimo-portuario, pero estamos alarmados. No por el virus ni por el encierro, sino por el gobierno de la nave. De seguir así, naufragaremos una vez más.

Artículo de Juan Zamora Terrés (@JUANZAMORAT) 22 marzo, 2020 (recibido por Wasap). No hemos podido resistir la tentación de publicarlo sin conocerle siquiera, pero es que no se puede explicar mejor. Esperamos que nos sepa perdonar por el atrevimiento. Perdón.

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